17.01.10 - 01:39 - DANIEL PÉREZ | CÁDIZ.
Era un secreto a voces. «Sólo en el Golfo de Cádiz hay más oro que en el Banco de España», dijo hace ya dos décadas el catedrático Manuel Martín Bueno. Lo sabían aventureros como Robert Max, el arqueólogo norteamericano que cuantificó el botín hundido en la desembocadura del Guadalquivir en 116.000 millones de euros. O el investigador Gonzalo Millán del Pozo, que estima que la cifra supera los 160.000 millones. Lo tenían claro especialistas del prestigio de Javier Nieto, pionero de las prospecciones subacuáticas en España, que denunció en los 70 que buceadores franceses venían de vacaciones a nuestro país y aprovechaban el vacío legal para saquear los fondos marinos. Y las 28 empresas que en Estados Unidos se dedican, oficialmente, a «localizar y rescatar pecios». Lo intuían los documentalistas del Archivo de Indias, los aficionados a las inmersiones superficiales que desde los 60 acumulan colecciones particulares dignas de cualquier museo, los tasadores, los compradores y los anticuarios. El litoral era un filón, inmenso y desprotegido. Se trataba de llegar, sondear las coordenadas, cargar la botella, 'pescar' las piezas y venderlas, a ser posible, dentro de nuestras fronteras. Algunos cazatesoros, como el italiano Claudio Bonifacio, hasta concedían entrevistas, y posaban tan tranquilos para la foto de primera, bronceados y con gesto intrépido, emulando a los viejos lobos de mar. Al circuito sólo le faltaban anuncios en prensa, vallas publicitarias y luces de neón. Reinaba la impunidad.
A mediados de los 80, el Gobierno dio los primeros y tímidos pasos para atajar el desavío, incluyendo los yacimientos submarinos en la Ley de Patrimonio Histórico. En los 90, los Centros de Arqueología Subacuática (Cataluña, Murcia, Andalucía) se convirtieron en las primeras entidades especializadas en la investigación histórica de los fondos. Contaban con el personal mínimo y los medios justos. Pero entonces llegó el 'Odyssey', amarró en Gibraltar, con las tripas llenas de oro, y España entera se enteró de lo sencillo que podía resultar saquear 500 millones de dólares en las mismas narices de las instituciones, mientras las imágenes de dos señores barbudos y felices, rodeados de brillantes monedas, como en la mismísima cueva de Alí Babá, daban la vuelta al mundo para escarnio nacional.
Ofensiva legal
Ninguna administración pública reconoce abiertamente que la vergonzosa resaca del 'caso Odyssey' ha espoleado la investigación y protección del patrimonio sumergido, pero los hechos no dejan lugar a dudas. La defensa de ese caudal enfangado en el légamo de 30 siglos de historia de la navegación se mueve en dos ámbitos distintos.
Mientras el Gobierno pelea en Tampa con la compleja jurisprudencia americana para ver si logra resarcirse del golpe económico y moral del 'Nuestra Señora de las Mercedes', en España se concretan nuevas leyes y se afinan otras viejas de cara a evitar que el desastre del 'Odyssey' se repita. Andalucía ha sido la primera comunidad autónoma en aplicar un régimen de protección jurídica a los enclaves arqueológicos subacuáticos, según el protocolo recomendado por la Unesco.
Son 56 'puntos calientes', a los que hay que sumar otros 42 considerados zonas de servidumbre, donde se presupone la existencia de pecios, aunque no haya evidencias científicas que lo confirmen. Su inclusión en 2009 en el Catálogo General del Patrimonio Histórico obliga a obtener una autorización de la Consejería de Cultura para realizar cualquier tipo de obra o intervención (construcción de gaseoductos y puertos, dragados, parques eólicos) en los parajes afectados. Carmen García de Rivera, directora del Centro de Arqueología Subacuática de Cádiz, calificaba la medida, en unas jornadas científicas celebradas en Málaga, como «un paso de gigante, fruto de muchos años de investigaciones y esfuerzos», cuya finalidad no es exclusivamente «proteger los yacimientos de asaltos premeditados, sino también de los daños que les pueden ocasionar actividades lícitas». No obstante, reconocía que hasta el momento «sólo se ha catalogado una mínima parte del patrimonio sumergido», porque su investigación, recuperación y protección está dejando ahora de ser la hermana menor de la arqueología terrestre.
Su homólogo catalán, Javier Nieto, admitía la importancia de una normativa que ayudará a «superar el retraso que, durante más de treinta años, hemos sufrido en este campo frente a países como Italia, que creó sus propias infraestructuras especializadas a finales de los 50».
Quedan, todavía, muchos vacíos por cubrir: en la cornisa cantábrica existen grupos de trabajo en Santander y San Sebastián, que quizá puedan ser embriones de otras realidades, y las comunidades autónomas insulares, como Canarias y Baleares, todavía carecen de centros gestionados por expertos.
Nieto también advertía de que «no podía resultar completamente efectivo aplicar los mismos criterios a los yacimientos acuáticos que a los terrestres, porque el patrimonio sumergido tiene sus propias particularidades». «De entrada, el cuerpo legal de las leyes del mar no es el mismo que el de las leyes del suelo, por no hablar de la problemática técnica añadida que tiene la excavación, vigilancia y protección de estos yacimientos».
De ahí la aprobación, en noviembre de 2007, de un Plan Nacional de Protección del Patrimonio Arqueológico Subacuático cuya consecuencia más mediática fue la reciente firma de un convenio entre Cultura y Defensa para que la Armada ponga a disposición de estos objetivos sus buques y unidades de buceo.
Localización y protección
La batalla entre expoliadores y defensores del patrimonio sumergido ha estado siempre condicionada por una clara descompensación de fuerzas. Cuando, en junio de 2006, la Guardia Civil presentó el material incautado en la 'Operación Bahía', quedó patente que muy poquito podía hacerse (salvo contadas excepciones) contra redes organizadas que utilizaban sofisticados equipos de sensores de barrido lateral, escáneres que emitían ondas acústicas sensibles a los relieves del fondo marino, magnetómetros que localizaban masas de hierro, detectores de metales de uso militar y hasta dispositivos portátiles capaces de distinguir, a distancia, el oro, la plata y el bronce.
Los especialistas del 'Odyssey', además de con un presupuesto que ya querrían para sí muchos proyectos oficiales de localización y documentación de pecios, contaban con un prototipo de robot ROV Hércules de 16 toneladas, capaz de remover por control remoto el fondo marino y dar la señal de alarma en cuanto se topara con los primeros restos de cualquier naufragio de cierta entidad. Frente a ellos, al margen de las pesquisas que en tierra pudieran realizar los investigadores de la Guardia Civil (sobre todo relacionadas con la falsificación de permisos oficiales de sondeo o de las autorizaciones necesarias para poder exportar las piezas), la mayoría de los Centros de Arqueología Subacuática no tenían (ni tienen) ni siquiera un barco propio.
Pero, ¿cómo se preservan los restos de un barco hundido una vez que se han localizado? La gran esperanza de los arqueólogos pasa por la aplicación de tecnología de vanguardia, como la que han desarrollado los investigadores gaditanos de Aula 3. El Proyecto Almenara, actualmente en fase de pruebas, pasa por ser el primer sistema global que permite «proteger cualquier pecio de bandera española, independientemente de dónde esté sumergido, de la acción de piratas o curiosos». Desde La Caleta, al Caribe. Se trata de un software específico que utiliza la comunicación satelital para «avisar a las autoridades pertinentes cada vez que alguien se acerca a una determinada distancia perimetral del yacimiento localizado», según explica Antonio Villalpando, uno de los padres de la idea.
Otra empresa pionera en la materia es la malagueña Nerea Arqueología Subacuática, dirigida por Javier Noriega, que ha cartografiado el fondo marino de ciudades como Ceuta para marcar la ubicación de pecios y que está embarcada, junto a Decasat, en un proyecto del Servicio Marítimo de la Guardia Civil: el Sistema de Vigilancia de Yacimientos Arqueológicos Subacuáticos Por Satélite. Noriega está convencido de que «durante los próximos años vamos a vivir una auténtica revolución en el sector, ya que las nuevas tecnologías nos ofrecen grandes posibilidades, y estamos ante un campo inexplorado».
Todo, en fin, para que la imagen de un país que vive de espaldas a la importancia de su patrimonio sumergido sea también pronto parte de la historia.
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